Fragmentos de mis manuscritos

La vecina.
La conversación que había mantenido en el jardín de la casa de sus padres, hacía una semana escasa, la había dejado atónita y había alterado toda su paz.
Se encontraba sentada en su escritorio, delante del ordenador, con la certeza de que debía iniciar un nuevo camino en su vida. Aun así, le costaba levantar la tapa del portátil; ese leve, pero al mismo tiempo pesado, movimiento con el que dejaría atrás para siempre su anterior vida. Luz ya no era una joven, tampoco era mayor, estaba en una buena edad; era profesora de inglés en un instituto público y ya hacía unos cuantos años que vivía en su propia casa. Le podría pedir más a la vida, sí, ciertamente, pero no se podía quejar.
Sin embargo, desde aquella conversación no podía con el agobio que le provocaban unos pensamientos tan incisivos como crueles.
Todo empezó hacía una semana, como ya he dicho, en el jardín sus padres celebraban sus bodas de plata; parecían felices, no habían sido un mal matrimonio, o eso hacían ver. Siempre habían ido de la mano para conseguir sus propósitos. A veces a ella le enfadaba que no le prestase atención, le disgustaba su falta de detalles, pero había un secreto que los unía.

Empieza la búsqueda.
Su día empezó a tornarse de colores rojizos mezclados con azules Plastidecor. Y podía notar perfectamente cómo una especie de energía la recorría desde sus lumbares, pasando por todas las vértebras de su columna vertebral, hasta llegar a su misma nuca. Un arcoíris lloviendo encima de ella a través del teléfono de su ducha. No quería una relación sentimental en ese momento, porque parecía que no era lo que tocaba envuelta en el drama que había descubierto, pero ¡esa cara y esa forma de escribir!
Lo único cierto era que ya lo consideraba amigo y aún no lo conocía.

Una luz en la oscuridad.

¿Dónde estará mi estrella?

Estrella siempre fue una niña solitaria, una niña que sufría, una niña a la que nadie podía comprender. Se pasaba todos los patios sola, si las demás niñas se acercaban a ella era solo por hacerla rabiar. No es que no fuera verdad que las niñas de su clase se acercaban a ella solo con el ánimo de hacerla llorar, pero para mayor desgracia Estrella era una niña muy sensible. Ella no podía entender por qué con solo seis años de vida tenía que sufrir tanto, cuando llegaba a casa se sentía aun más sola, sus padres nunca le hicieron caso cuando contaba algunas de las fechorías que le hacían en el patio, y algunas veces también en clase.
Cristina, la chica que la cuidaba era su único refugio, le contaba a ella lo ocurrido y, al menos, se sentía comprendida, menos sola. De todas formas, no entendía por qué tenía que sufrir de esa manera tan lacerante, por qué esa soledad tan incisiva, tan dolorosa, tan silenciosamente cruel. Cada mañana pensaba si esa mañana habría suerte, si ese día se libraría de sus agresoras. En el colegio lo pasaba realmente mal, pero el trayecto del autobús casi que era peor, mucho peor. Sin embargo, a pesar de llevar esa vida de melancolía, tristeza y de dolor continuo, mientras estaba sola sentada en el banco de piedra debajo del porche de su clase, solía pensar que cuando fuera mayor todo cambiaría de manera radical.
Una nueva amiga.
Enseguida se pusieron a hablar, aún faltaban unos diez minutos hasta que empezara la clase. Fue todo muy fácil, las dos chicas hablaban y hablaban como si se conocieran de toda la vida, como si fueran unas hermanas gemelas a las que hubieran separado al nacer y, al fin, se hubieran vuelto a encontrar. Estaba claro, las cosas fluían entre ellas. Estrella alucinó desde el primer segundo con lo guapa que era esta nueva compañera que la había cautivado nada más conocerla. Sus ojos eran de un azul turquesa que contrastaba con un hermoso pelo moreno de un delicioso tono color chocolate, que daba ganas hasta de comérselo. Para colmo, tenía una sonrisa perfecta, que junto a una nariz recta que no era ni muy grande ni muy pequeña y unas mejillas que sobresalían lo justo para darle ese aire exótico hacían de ella una chica muy especial.